viernes, 11 de febrero de 2011

Día 119 (I parte)

Hola a todos! ante la curiosidad de uno de vosotros por saber cómo terminaba la historia de Doña Paquita, me he puesto esta mañana a ello y la he terminado. Os mando el resultado a falta de matizar algunas cosas y mejorar los diálogos. A la tarde, os mando el día de hoy.

Un abrazo!


          ...en ese momento, en que la cola se ponía en marcha de nuevo, la tía Paquita sacó una piruleta de su bolso. Decididamente, aquella mujer era muy lista. No había más que ver el estado de nervios en el que me estaba poniendo mientras ella seguía tan tranquila e inalterable. Decidí sacar mi cedé para casos de autopista nocturna. Era un cedé que hice hacía meses, con el sonido del sónar de un submarino que se reptía infinitamente. Era un placer, en la oscuridad de la autopista, contemplar únicamente las luces rojas y amarillas del salpicadero del coche con un “ping” repetitivo de fondo. Además, había instalado en el techo de AX un marcador digital de tres números, que podía modificar a mi antojo, donde fijaba siempre la ruta que trazaba con mi pequeño “submarino”. Que, en caso de regresar a casa, siempre era rumbo 1.0.2. no era precisamente un submarino de la clase Tiphoon, pero era mío. Y yo era el capitán.

La distancia entre Barcelona y León, hacía que el viaje durase, en condiciones normales, algo más de siete horas. Pero, con el atasco, llevábamos tres horas de camino y quedaba mucha noche por delante hasta llegar a casa de Merche y entregar “el paquete”. De repente, un olor empezó a colarse por mi nariz, a llenar el habitáculo de mi citroen AX. No pude más que subir un labio, en gesto de asco, y girar la cabeza hacia la tía Paquita.

-Doña Paquita, ¿Se ha meado usted encima?
-(silencio)...
-¿Doña Paquita? -la tía Paquita yacía con la boca abierta y los ojos cerrados, la cabeza inclinada hacia atrás y las manos en su regazo, con la piruleta llena de pelos de la rebeca de lana color gris. Paré el coche en un área de servicio que todavía estaba abierta a aquellas horas -Doña Paquita, no me joda... - le toqué una mano y estaba más fría que el hocico de un chucho. -¿Se habrá muerto? Yo qué sé... (comenzaba a hablar solo) ¿Y si le das unas palmaditas, a ver? Un par de hostias le daba... -Así que hice caso a mi otro yo, y le di unas palmaditas en el brazo.
-Doña Paquitaaaa, despierteee -hay que ver qué tierno llego a ser a veces. En eso, doña Paquita carraspeó y dio dos leves sacudidas a su cabeza, como quien resetea a un robot, y se volvió a poner en funcionamiento. -Doña Paquita, que se ha quedado usted en stanby. ¿Está bien?
-¿eh?- me miraba con ojos grandes, y empecé a suplicar para que el cortocircuito de su sesera no me obligase a explicarle qué hacía con un desconocido, dentro de un coche, en mitad de la noche y con la falda mojada... porque no iba a poder explicárselo y que me entendiese. Al final, gracias a algún Arcángel piadoso, dijo:
-tengo hambreeeeee.
-Bien, los moribundos no tienen hambre. Buena señal. -pensé. -Ale, pues vamos a comer algo, que aquí hay un bar.
Tía Paquita se subió la falda hasta el ombligo tras bajar del coche, se ajustó la rebeca y fue dando pasitos a razón de cinco por metro, pasando entre los camiones que dormían en mitad de sus rutas, en dirección a la luz que salía del bar. Mientras tanto, yo dudaba en si dejar el coche con la ventanilla subida o bajada, por la cosa del olor a orina que se había quedado dentro. Merche me iba a pagar la lavandería, eso estaba claro.

Entramos en el bar, ella con su atuendo, yo con el mío, como si no pareciese que éramos desconocidos el uno del otro, y nos sentamos en una mesa. En eso, mientras leía la carta de bocadillos, Doña Paquita se levantó y fue directa a un mostrador donde había pasteles de chocolate y otro tipo de repostería industrial envasada.

-Doña Paquita! -le dije- no coma eso, que no es sano. Venga aquí y le pido un café con leche.

Doña Paquita me miraba con desprecio, con indignación más bien. Estaba claro que ella quería un pastel y no un café con leche. Mientras tanto, apareció, según el guión, el camarero, libreta en mano y un -¿Qué va a ser?-

-yo... emmm... un bocadillo de queso, por favor. ¡Doña Paquita!
-¿Es su abuela? -preguntó el camarero. -Yo me encargo, no se preocupe.
-¿Ein?, no es mi abuela, pero vale... a ver si a usted le hace caso.

El camarero se dirigió a donde estaba Doña Paquita, la cogió del brazo, y le dijo:

-Señora, eso es para los niños. Yo la llevo a su mesa.

La trajo hasta donde estaba yo, y la sentó en una silla sin que ella abriese la boca. Yo estaba deslumbrado ante el dominio de la situación de aquel hombre. De repente, Doña Paquita, aprovechando que el camarero ya estaba a una distancia considerable, exclamó: -Camareroooo, ¡me cago en tu puta madreee!

-Vale, creo que es hora de irnos. -dije-. Camarero, deje estar el bocadillo. Mejor nos marchamos ya. Perdone por el espectáculo.

Cogí a Doña Paquita del brazo, la levanté y nos fuimos hacia el coche antes de que el camarero reaccionase. Con los nervios, no había podido ir al baño; así que senté a Doña Paquita en el coche y me alejé unos metros a hacer pis frente a un muro. Al terminar y subir de nuevo al coche, me quedé blanco al observar a Doña Paquita, poskito en mano, comiendo y pastando aquella masa de grasa industrial y chocolate al tiempo que llenaba de migas el asiento del AX.

-Merche, me vas a lavar el coche entero. -pensé.- ¿De dónde ha sacado eso?
-Es mío.
-Yo no le he preguntado si es suyo, sino de dónde lo ha sacado. Ala, démelo que ya está bien. Tanta tontería ya... ¡Que usted no debe comer esas cosas!- alargué la mano para quitarle el pastel, y su mirada me recordó a la cicatriz que tenía en mi mano de una vez que, jugando de pequeño con un pastor alemán, me dio un mordisco al intentar quitarle la comida. Acercó el pastel a su pecho y me miró fijamente.
-Es mío.-repitió. Y respiré cierta amenaza de muerte si intentaba quitárselo. Así que desistí. Tecleé los botones del techo y salí de aquel descampado lleno de camiones.

La oscuridad de la autovía se veía quebrantada a veces por el reflejo de la luna en la diadema de Tía Paquita. No hablaba, cosa que agradecía. Era casi como viajar solo, en compañía de un ambientador humano con olor a vejiga y crema de manos. Por el retrovisor, veía las maletas que no habían cabido en el maletero y había colocado en el asiento de atrás. Me pregunté qué debía sentir aquella mujer al abandonar su casa, su ciudad, en busca de una nueva vida. Me pregunté qué cosas llevaría en la maleta, que sería para ella lo imprescindible para llevar “de una vida a otra”. Pero preferí no preguntar.

Por fin, al cabo de ocho interminables horas, llegamos a León. Doña Paquita pasaría la noche en casa de Merche, descansando, para presentarse al día siguiente en la residencia. Una vez ya en la puerta del edificio, llamé al timbre con la esperanza de no despertar a ningún vecino. Inmediatamente después, abrió la puerta Diego, el psicólogo argentino.

-Ah, buena noche, ¿Ya regresaste del cursillo? Te regué las plantas. Sos un boludo por marcharte tantos días teniendo plantas acá...
-No era un cursillo, era un... da igual, gracias por las plantas.
-¡Tomaaaas!
-Hola Merche, tu tía está en el coche. Toma las llaves. Luego lo aparcas o le pegas fuego, me da igual... me voy a la cama.

Y aquí terminaba mi fascinante viaje a Barcelona, en mi cama blanda, tal cual iba vestido, con mis vecinos intrigados por saber quién era la anciana que salía de mi coche comiendo un poskito y la falda todavía húmeda. Antes de cerrar los ojos, recuerdo la idea de ver a aquella mujer por los pasillos día tras día, insultando a los camareros y comiendo pasteles sacados de un bolso sin fondo.

-Adoro este trabajo... -pensé.

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