lunes, 7 de febrero de 2011

Día 115 (I parte)

Hum...

Hola chicos! ya que es mi día de merecido descanso después de tanto entrene, me he puesto a escribir un poco para desconectar el cerebro también. Y como ando de buen humor, me he puesto con el libro. Os mando la historia de cómo llega poskiwoman a la residencia. Así, os hacéis una idea de por dónde van a ir los tiros. Lo complicado va a ser unir textos así con historias más serias o fascinantes. Espero que os guste. Leedlo con calma que son 3 folios.

Besos!

..."Suspiraba a la salida del congreso. Por delante quedaban cuatro horas de camino para regresar a casa; o más bien para regresar a la comunidad de locos que tenía por vecinos y trabajo. Mientras caminaba hacia el coche, iba pensando en el argentino y sus consultas, en la loca del quinto o en mis macetas. Dudaba de si esperaba tenerlas limpias y frescas cuando llegase, señal de que algún vecino caritativo las hubiese regado en mi ausencia, con el consiguiente riesgo de que me farolease la casa de arriba a abajo como pago por los servicios prestados, o si prefería haber seguido gozando de mi intimidad (ja!) en detrimento de mis plantas. En eso, apareció en mi imaginación la figura fantasmagórica de un árbitro silbato en boca y señalando la pena máxima sobre el punto de penalti. Me miré las manos y, al tiempo que sonaba mi móvil, vi cómo aparecían en mis manos sendos guantes de portero. Toda aquella percepción del asunto delataba que aquella llamada era un futuro gol en toda regla.

-¿diga?.

-Tomáaas? Soy Merche. Qué tal el cursillo?

No era un cursillo, sino un congreso –dije mientras sopesaba mi nuevo maletín de plástico y lo usaba de visera contra el sol. Estaba claro que aquellas no eran horas para nuevas confesiones, así que, ya que los guantes de portero seguían en mis manos, decidí preguntar.

-Qué quieres Merche? Para qué me llamas? Ha pasado algo? –hubiese preferido preguntar directamente un “qué coño quieres” pero mi psicólogo me estaba proponiendo una terapia para canalizar mis enfados, y no era cuestión de perder el dinero de las sesiones a la primera de cambio.

-Ay Tomás, te acuerdas de que hablamos de mi tía Paquita?

-Si, claro. –mi expectación iba en aumento. La tía Paquita iba a ingresar en la residencia esa semana gracias al enchufe de una amiga de la vecina del primo de Merche. Cuando ella se enteró de que yo trabajaba en la residencia, me puso sobre aviso, para ver si podía darle un empujoncito al asunto. Estaban todos los papeles listos y sólo faltaba que se presentase en el centro. ¿Se habría muerto? ¿Habría heredado la tipa esta algo? Mil preguntas empezaban a acecharme.

-Pues verás, es que resulta que está en Barcelona, y se tiene que venir para acá. Y como tú estás allí, he pensado que mejor se viene contigo en vez de coger el tren. Que la mujer está muy mayor...

Goooool!! Apenas reaccioné y sentí la estela de aire que dejó el balón antes de colarse en mi portería y chocar contra la red. Me giré y todavía lo vi botar antes de detenerse junto a mi pie. Sí señor, aquel era un gol por toda la escuadra.

-Claro que igual prefieres ir solo. Yo lo entendería, oyendo tu música todo el camino... –Merche guardó silencio creando un clima de tensión encubierto. Un silencio que decía claramente que estaba esperando una respuesta afirmativa por mi parte. Cerré los ojos y busqué en mis archivos internos las veces que había estado con aquella mujer.

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Dos era el número de veces que había coincidido con la tia de Merche en su casa. En ambas ocasiones, aquella mujer me había examinado de pies a cabeza para, seguramente, dar su visto bueno de cara a posibles relaciones conyugales con su sobrina. Relaciones católicas, apostólicas y romanas, claro está.

-Merche, yo... es que tu tía... el viaje es largo, y la mujer...

-Valeeee, ahora mismo la llamo y le digo que esté lista en media hora.- Clic.

Todo estaba en calma. El rodar de los neumáticos iba siguiendo el compás a la música mientras tía Paquita observaba los vehículos que íbamos adelantando, las vallas del lateral, o los mosquitos que se iban pegando en el cristal. Mientras conducía, me di cuenta que juntaba los dedos índice y pulgar de forma intermitente; y me pregunté si sería un tic. Al cabo de unos minutos, y tras variar a conciencia la velocidad con la que íbamos, me di cuenta que su tic no era otra cosa que el intervalo de tiempo que pasaba entre que se dejaba ver una la línea de la autopista con la siguiente. De repente, sus dedos dejaron de moverse. Nos habíamos detenido en la autopista inmersos en un gran atasco. Recordé una película de los años 70 llamada “el gran atasco” donde se iban sucediendo las más dispares situaciones. Justo encima de nosotros, había un panel electrónico de la dirección general de tráfico, donde informaba que había habido un accidente a unos nueve kilómetros. Esa distancia era el equivalente al doble de la distancia que recorría todos los días para ir al trabajo. Y ya que estábamos parados, se auguraba algo más de tres cuartos de hora para llegar hasta el lugar del accidente.

-Desde luego... mira que la gente tiene poco respeto. Tener un accidente a estas horas!. Se podían matar a las cuatro de la mañana, que así no molestan a nadie, y no a plena tarde. Es que no piensan en los demás. –empecé a perder los papeles y a ironizar con la situación del accidente. Imaginé que era un simple camión cargado de pollos que se habían escampado por toda la calzada y estaban tratando de cazarlos de nuevo; o un coche que había perdido la rulot con los niños dentro y las bicicletas colgando en la parte de detrás. Mientras tanto, tía Paquita, sentada como cinco dedos por debajo de mí, me miraba con ojos grandes. Yo dudaba de si me miraba pensando que era un anarquista insolidario por no preocuparme por las causas del accidente, o es que estaba inmersa en alguna más que probable laguna de memoria y no tenía ni puñetera idea de quién era yo. Nos quedamos mirando los dos, cara a cara, con el silencio propio de un coche con la radio puesta e inmerso en un atasco en mitad de una autopista. Me pregunté si llevaba alguna piruleta para darle a aquella mujer; quizá así se pondría a chuparla y no diría nada, pues no soporto a la gente que se pone nerviosa en los atascos y empieza a decir cosas como “ya sabía yo que no teníamos que haber ido por aquí” o “qué calor hace en este coche” o cosas así. Además, a su edad, había que cuidar la hidratación y el azúcar; y una piruleta siempre va bien para las bajadas de azúcar. Al final de aquel silencio, tia Paquita abrió la boca.

-Creo que me voy a marear. –lo dijo como Sean Conery en la película de La Caza del Octubre Rojo, cuando va por el desfiladero del mar de Siberia, al mando de un submarino nuclear rumbo a los Estados Unidos; seria y convencida. Yo la miré sin saber bien qué decir. Al final, se me impuso la lógica.

-Doña Paquita. El coche está parado. ¿Cómo se va a marear?

-Lo sé. Me voy a marear. Tengo miedo de que me pase y acabaré mareándome.

¿dónde tendré una piruleta...? –doña Paquita, pues no piense usted en eso. Piense en otra cosa. A ver, ¿cuántos coches de color rojo ve usted?- los ojos de la anciana se abrieron un poco más y parpadearon acompañados de una leve sonrisa. Su cerebro tenía algo que hacer y eso le animaba. Asomó los ojos y la nariz por la ventanilla y sacó su dedo índice:

-unooo, doooos... ¡me voy a marear!

Desgraciadamente, delante de nosotros había un camión que no dejaba ver mucho más allá de la tercera fila. Y con la gama actual de colores metalizados que hay en el mercado, casi todos los coches eran de cualquier color menos rojo. Supongo que la ley de Murphy establece lo mismo para el resto de colores en igualdad de condiciones; así que desistí de la idea de proponerle que buscase coches de otros colores.
Entonces, formulé una pregunta aun sabiendo que me iba a arrepentir de hacerlo:

-tiene ganas de ver a su sobrina, señora?

-mi sobrina? –tía Paquita me miraba con cara ausente, mientras su pobre cerebro, un 486 todo lo más, procesaba la información en busca de archivos en su sesera que llevasen la palabra “sobrina”. Al final, como gesto que evidenciase el resultado de su escaneo memorial, una leve sonrisa se dibujó en su cara. –

-Ah, merceditas. Sí. Es mi sobrina. Usted la conoce, joven?

-no señora, pero me apetecía hacer el viaje con una abuela y le ha tocado a usted –pensé. –sí, claro, es mi vecina. Vivimos en el mismo edificio.

-Ah, yo es que vivo en Barcelona sabe? Ahora vengo de allí y voy a pasar unos días con ella. En su casa.
Aquel comentario me hizo dudar sobre si aquella mujer me estaba vacilando o realmente su estado cerebral era tan precario que ni siquera recordaba que estaba en mi coche porque yo la había recogido en su casa unas horas antes.

-y a usted le gusta vivir con mi sobrina, joven?
-me llamo Tomás, señora. Y no vivo con su sobrina. Sólo somos vecinos.
-pero entonces va usted también a Teruel, joven?
-Teruel?
-eh?
-Mire, vamos a dejarlo...

en ese momento, en que la cola se ponía en marcha de nuevo, la tía Paquita sacó una piruleta de su bolso. Decididamente, aquella mujer era muy lista. No había más que ver el estado de nervios en el que me estaba poniendo mientras ella seguía tan tranquila e inalterable. Decidí sacar mi cedé para casos de autopista nocturna. Era un cedé que hice hacía meses, con el sonido del sónar de un submarino que se reptía infinitamente. Era un placer, en la oscuridad de la autopista, contemplar únicamente las luces rojas y amarillas del salpicadero del coche con un “ping” repetitivo de fondo. Además, había instalado en el techo de AX un marcador digital de tres números, que podía modificar a mi antojo, donde fijaba siempre la ruta que trazaba con mi pequeño “submarino”. Que, en caso de regresar a casa, siempre era rumbo 1.0.2. no era precisamente un submarino de la clase Tiphoon, pero era mío. Y yo era el capitán.

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